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Conocemos un pueblo detenido en el tiempo: Qué hacer en Molinos, Salta.

En medio de la hermosísima Ruta Nacional 40, esa que recorre nuestro país como si fuera una columna vertebral costeando la Cordillera de los Andes, a medio camino entre Cafayate y Cachi, en la provincia de Salta, una bifurcación del camino desemboca en el acceso a un pueblo donde se mezclan la calma, arquitectura colonial, e historia argentina.

En mi opinión, si el plan es hacer el Circuito de los Valles Calchaquíes con tranquilidad, profundizando un poco más que la media en lugar de visitar los puntos obvios, Molinos es el lugar ideal para hacer noche. Sin lugar a dudas fue la localidad que más me gustó del circuito, y el punto más alto de mi último viaje al Noroeste Argentino.

La arquitectura colonial, las veredas angostas de piedra y las calles empedradas con la particularidad de que tanto los árboles como los postes están sobre ellas en lugar de ubicarse en la vía peatonal, delatan que la fundación del pueblo data del Siglo XVII. La casi ausencia absoluta de gente, además, le da un aire como «a detenido en el tiempo», o quizá mejor dicho, un lugar «donde el tiempo se detiene».

Cómo ser ajenos a esa sensación cuando, por ejemplo, nos topamos con una sucursal de la Caja Nacional de Ahorro Postal, con el cartel señalizando la agencia casi intacto, y flanqueado por otro no más moderno, de Encotel.

El pueblo tiene su origen en la encomienda que fuera entregada a Diego Diez Gómez, cuya hija se casó luego con el general Domingo de Isasmendi. Molinos adquirió gran importancia, convirtiéndose a principios del Siglo XX en la ruta comercial más importante de Salta en dirección a Chile. En cuanto a tamaño, la hacienda abarcaba lo que son los territorios de los actuales departamentos de Molinos y San Carlos, y cabe recordar que la cabecera de éste último compitió con Salta para ser la capital provincial.

A pesar de su extrema tranquilidad, Molinos no es un lugar aburrido para todo aquél que se interese por la historia argentina. Hay buena cantidad de cosas para hacer en el pueblo que perfectamente se puede completar el itinerario de un día completo, como ser visitar la Casa de Indalecio Gómez y enterarse de su importancia para la vida cívica en la República Argentina, o entrar la tan simple como hermosa iglesia, que en 1942 fue declarada Monumento Histórico Nacional.

Frente a la iglesia se encuentra la Hacienda de Molinos, antigua casa en la que nació y murió el último gobernador realista de Salta, don Nicolás Severo de Isasmendi. Hoy en día la vieja casona está convertida en un hotel 3 estrellas donde uno puede dormir rodeado por paredes que sudan historia.

No es el único lugar para alojarse. De hecho durante nuestra estadía nosotros paramos en el Rancho de Manolo, cuya reseña podés leer haciendo click aquí. Y bien que haya donde dormir, porque a pesar de no ser una gran ciudad donde las actividades turísticas te abruman, Molinos bien amerita pasar una noche para conocerlo en profundidad y bajar no un cambio, sino cuatro.

Quienes gusten de los vinos, por su parte, podrán visitar las fincas Colomé y Amaicha, y los amantes de las artesanías tienen que pasar por la Asociación de Artesanos San Pedro Nolasco. Hay también actividades para realizar fuera del casco urbano, que justamente por pasar una sola noche a nosotros nos quedaron pendientes. Pero bien me hubiera gustado conocer la Laguna de Brealitos, o visitar las ruinas de Churcal y los restos del Fuerte de Tacuil.

Pero por supuesto, no es cuestión de quemar todas las excusas en un sólo viaje. Siempre hay que dejarse un motivo para volver, según dicen, así que espero tener la oportunidad de regresar y tachar estos pendientes de mi lista rutera.

Regresando de Santa Fe con Avianca Argentina: Reporte del Vuelo A07127

Perfectamente se podría decir que el vuelo de regreso desde Santa Fe hasta Buenos Aires era para mi un evento especial. En principio era la primera vez que iba a volar con Avianca Argentina, y en segundo lugar (y no por eso menos importante) sería la primera vez que abordaría un ATR-72, con sus particulares motores de turbohélice.

Habiendo finalizado nuestras obligaciones en el territorio santafesino, y acostumbrados a la dinámica del Aeroparque metropolitano de Buenos Aires, llegamos a Sauce Viejo con tiempo de sobra, que aprovechamos para recargar el tanque del auto alquilado y devolverlo full, evitando gastos mayores en el costo del servicio. Aún así hubo que hacer algo de tiempo, ya que el vuelo solamente se anunciaba cuando llegaba el avión proveniente de capital federal, y sólo en ese momento se habilitaba el control de PSA para pasar a la sala de preembarque.

Finalmente el ATR apareció en las proximidades de Sauce Viejo y el scanner se habilitó. Realmente no había muchos pasajeros (estimo que la ocupación no llegó ni al 50%) y pasar por el control fue sumamente ágil. Ante un comentario de  los oficiales de PSA con respecto a que por suerte se iban a casa temprano, les consulté si normalmente se quedaban hasta tarde. En general pasaba, pero ese día en particular pensaban que se iba a dar por la niebla intensa que se suponía iba a atrasar los vuelos. De hecho, me decían, pensaban que el de la mañana se iba a cancelar, pero que al final aterrizó cuando no se veía nada. Y sí, les dije, en ese avión había llegado yo y, efectivamente, no se veía un pomo.

La sala de preembarque es pequeña pero, para los pasajeros de aquél A07127 era más que suficiente. El abordaje comenzó luego de una corta espera, bajo la llovizna que se mantuvo durante todo el día y que nos hizo acelerar el paso por la plataforma hasta llegar al avión. Además de las características hélices, el ATR tiene la particularidad de contar únicamente con puertas traseras, por donde abordamos.

El interior del avión estaba muy limpio y cuidado, en impecables condiciones y con excelente iluminación. Se nota que son equipos nuevos, traídos desde la fábrica de Tolousse con 0 horas. Eso sí, en cuanto a confort y entretenimiento son super básicos. Asientos pequeños y bien finitos para aprovechar al máximo el espacio, sin pantallas, ni conectores para cargar el celular, ni entretenimiento abordo. Nada grave para los vuelos cortos que opera Avianca con estos equipos, pero que por supuesto contrasta con lo que uno está acostumbrado.

 

Quedé estratégicamente sentado en la ventanilla al lado del motor, pensando en la fotos que iba a sacar, pero entre la iluminación nocturna y el día horrible que mantenía la ventanilla mojada casi no logré imágenes rescatables. Lo que sí pude experimentar allí es el sonido del motor, que se sabe que en este tipo de aviones es algo más ruidoso que los jets equipados con turbinas. Sin embargo, el motor se siente intenso durante la carrera de despegue, allí donde el piloto le imprime la máxima potencia, pero luego durante el vuelo se mantiene a un volumen muy similar al de cualquier otro avión, y no es para nada molesto.

Con el avión estabilizado las TCP pasaron ofreciendo un vaso de agua, única atención a bordo que dan. Acepté y tomé la foto que presenta una mesita triste, casi vacía, que en todo caso es compensada con la amabilidad de las TCP que se esmeran en tratarte bien, incluso cuando tienen que reclamarte que pongas el asiento en posición vertical para el aterrizaje.

Durante la mayor parte del vuelo la cabina se mantiene con una iluminación de tono azul que ayuda mucho a conciliar el sueño. Yo por mi parte quería aprovechar la baja iluminación interior para tomar una buena foto de Buenos Aires desde el aire, pero el día lo hacía imposible. En medio de esos intentos ligué un reto de la señora que viajaba en el asiento trasero, que había escuchado claramente las instrucciones de seguridad que pedían apagar y guardar los aparatos electrónicos, pero que evidentemente no había prestado atención a las indicaciones del «modo avión». Le contesté cordialmente que llevaba el celular configurado de tal forma pero estando levantado desde las 5 de la mañana y viendo que no había forma de sacar una foto aceptable, opté por no profundizar la explicación.

El ATR finalmente aterrizó en Aeroparque y terminó estacionando lejos de la plataforma principal, en el rincón al lado del estacionamiento de autos donde suele verse a los aviones de Avianca Argentina. Allí desembarcamos, bajo la llovizna como no podía ser de otra forma, y tomamos un micro de Intercargo que nos llevaría hasta la terminal. De pasada hacia el estacionamiento norte me topé con el nuevo sistema de taxis de Aeroparque, con funcionarios del gobierno de la ciudad que te ayudaban en el manejo de las máquinas.

Yo no tuve esa suerte momentos después cuando quise abonar la estadía en las máquinas, ninguna de las cuales me tomó las tarjetas de crédito. Ni a mi ni a ninguno de los que estábamos allí intentando, así que nos fuimos todos a los autos y a hacer la cola interminable en las cabinas del peaje de salida.

Así fue la primera experiencia con Avianca Argentina, el mismo día que ciertos diarios daban la noticia del inminente cierre de operaciones, yo estaba abordando uno de sus aviones para volver a casa. Ojalá tenga oportunidad de volver a volar con ellos.