La visita a Uribelarrea surgió de la forma más espontánea, así como en general se dan las mejores cosas, y esta no fue la excepción. Es que la idea original era ir a pasar el día en San Antonio de Areco y en medio de la planificación previa, una noticia devastadora: la ruta 8 está en reparaciones, así que íbamos a estar casi tanto tiempo en el auto como en el destino propiamente dicho. Como ese fin de semana no podíamos hacer noche fuera de la ciudad, decidimos que Areco quede para otra oportunidad más propicia.
Así la cosa, cambiamos el corredor norte por el corredor sur y nos encontramos con este pueblo que, a pesar de lo difícil que resulta pronunciarlo, y de que Google Maps pueda ubicarlo pero no decirte cómo llegar, un viernes feriado lo encontramos con mucho movimiento de gente. No es para menos considerando lo lindo que estaba el día, lo pintoresco que es el pueblo con su arquitectura de principios de siglo XX, su historia de haber servido de escenario fílmico en más de una ocasión, y obviamente, todas las cosas ricas que encontrás para comer. Todo a unos 80 Km. de capital…
A unos 20 Km después de Cañuelas la RN 205 se amplía para dar espacio a la estación de peaje. Justo unos metros antes, de mano izquierda si uno viene desde capital, está el acceso a Uribelarrea. Tomarlo es algo complicado la verdad, porque la ruta no tiene dársena que nos permita hacer una maniobra prolija, así que habrá que estacionar en la banquina y esperar con el guiño puesto a que el tránsito nos deje espacio para girar sin peligro. Sacando ese detalle, el camino está en muy buenas condiciones, al menos si venís empalmando Ricchieri y Autopista Ezeiza – Cañuelas; y desde capital estás en unos 45 minutos.
Por la calle de acceso al pueblo seguimos casi hasta su final, donde nos encontramos con la Escuela Agrotécnica Don Bosco, nuestra primera parada del viaje. Antiguamente de modalidad pupila, los alumnos fabrican allí diferentes productos que después se ponen a la venta, tanto en la escuela misma como en otros puestos del pueblo. De hecho no pude resistirme al queso de campo que tenían expuesto en uno de ellos y me traje una horma de un kilo más o menos, por $60, que por supuesto tuve que acompañar con una longaniza, otros $40 que desaparecieron al día siguiente en una picada familiar.
Si uno se mete para adentro (y no vas a dudar de para qué dirección es «para adentro» porque la calle de ingreso costea la vía y tiene salida para un solo lado), en algún momento llegás a la plaza, que tiene una forma muy particular: es un octágono y en cada vértice nace una calle. La plaza es muy simple y tiene una sección de juegos para niños donde se destacan las hamacas. Mi compañera de ruta no resistió la tentación de probarlas y ha dado en catalogar la experiencia hamaquense como «éxtasis»; aún no se si por la adrenalina del movimiento, la sensación de vuelta a la infancia, o simplemente porque se olvidó de recoger las piernas y las hundió a toda velocidad en el charco correspondiente distribuyendo barro hacia los cuatro puntos cardinales. Por las dudas, ustedes cuando se hamaquen levanten las patitas!!!
Frente a la plaza está la iglesia, con tres particularidades. En primer lugar, lo que me llamó la atención fue el tumulto de gente en el jardín del costado, que perteneciendo a la iglesia, luego descubriría que incluye una cancha de paddle…. Pero, ¿qué es esto? ¿Están en obra? No, no, lo que pasa es que están tallando bloques enormes de madera en medio del proceso de esculpir una figura de Jesús en tamaño real. No estoy seguro de que fuera para adornar las instalaciones porque allí mismo había una especie de feria donde entre chucherías y libros religiosos se vendían este tipo de esculturas, aunque de menor tamaño.
En cambio si pasabas para el otro lado del predio, te encontrabas con una especie de «feria gastronómica» donde destacaban los productos de campo, y hasta un carrito donde preparaban choris y hamburguesas!! Quizá por la cercanía de la cocina y el olorcito de la parrilla sea que la entrada está custodiada por leones…
Por último, la iglesia por dentro es simple y de ambiente cálido, y aunque yo no podría reconocerlos de los originales, allí se guardan los vitraux que en 1996 Alan Parker utilizó en el rodaje de «Evita», cuestión que completa las tres particularidades de las que les hablaba.
Volviendo hacia el ingreso al pueblo se van a topar con la estación de tren, ya abandonada y hoy convertida en destacamento de policía, aunque no vimos ningún oficial a pesar de haber pasado un buen rato sacando fotos hasta que los mosquitos nos echaron.
Los lugares abandonados tienen ese no se qué especial que te lleva a pensar en las historias que deben haber pasado allí, y quienes me conocen saben que me fascinan (algunos incluso comparten mi obsesión), así que acostúmbrense porque no será esta la última vez que vean fotos como esta en el blog.
Por último, quiero detenerme en un restaurante justo en la esquina frente a la estación. No por la comida en sí (que de hecho es muy buena), sino por lo bien que nos atendieron y lo pintoresco del lugar. No voy a comentar mucho, prefiero que vean las fotos, pero sepan que si tienen planes de ir a comer ahí es mejor que reserven, porque se llena.
Y ahora sí, bien comidos y contentos con haber conocido Uribe (como le dicen cariñosamente), solo nos queda subir al auto y seguir viaje, no sin antes prometernos que volveremos a visitar este pueblo, aunque sea para disfrutar de un buen almuerzo fuera de la ciudad, con reserva previa, claro está.
Nota del Autor: Este post fue publicado originalmente el 11/05/14