Luego de unas dos horas de caminata habíamos llegado finalmente a la Laguna Esmeralda, en un trekking cuyos detalles te conté en el post anterior que podés ver haciendo click aquí. Si bien el camino fue fácil, se trató de una caminata larga, por lo que aprovechamos que empezaba a salir el solcito y nos sentamos a la orilla del agua, a contemplarla y a descansar. Pero no fuimos los únicos que nos tomamos un respiro.
Tuvimos compañia…
Del pichicho ya eramos casi amigos. Nos lo habíamos cruzado por primera vez cerca del puente de troncos, donde nos desviamos un poco del camino para ir a explorar la castorera que había cerca. El susto fue grande cuando el ejemplar de la foto se nos apareció de repente, a toda velocidad hacia nosotros, para esquivarnos ágilmente y desaparecer. Siguó a otro grupo de senderistas, así que pensamos que venía con ellos, pero ya en la laguna nos dimos cuenta que no, no venía con ningún grupo en particular.
Llegó finalmente el momento de levantarnos y seguir viaje, porque habiendo llegado hasta ahí no ibamos a darnos media vuelta para volvernos tan rápidamente. Encima el día se estaba poniendo lindo, así que tomando nota de que había gente caminando por las márgenes de la laguna, comenzamos a avanzar por la derecha, para explorarla.
Allí el sendero ya no está tan bien demarcado, pero uno puede abrirse paso sin dificultad y deducir por dónde se puede pasar fácilmente. A veces un poco más hacia el agua, otra veces yendo un poco más hacia adentro, se va avanzando. Hasta que se llega a otra castorera (o más bien dicho se llegaba, porque en cuanto el perro se dio cuenta de lo que era, poco quedó de ella).
El tipo se puso a escavar frenético, sabiendo que ahí adentro tenía que haber algo; mientras que nosotros nos mirábamos sin saber bien qué hacer. En ese estado no estaba como para andar tratando de calmar un perro que no conocíamos. En iguales condiciones estuvo un grupo que venía en dirección contraria con su guía, con la salvedad de que no nos creyó que el perro no era nuestro, y tuvimos que aguantar un sermón a medias, tirado al aire como para quien lo quiera agarrar, sobre el por qué no hay que traer animales a la laguna. Al margen, el perro se quedó sin asado porque el castor o no estaba, o salió por otro lado, pero flor de susto le pegó cuando empezó a chapotear en el agua atrás de él.
Pasado el momento de stress, dejamos a nuestro amigo canino y seguimos la caminata bordeando la laguna, para encontrarnos con unos paisajes que bien podrían ser escena de alguna película del Señor de los Anillos. Mirás alrededor, y en cualquier momento se te aparece un Elfo entre los árboles. Allí hay una segunda laguna, cerca de la primera, cuya agua se ve perfectamente esmeralda, que sumado al silencio que hay allí donde no había nadie más que nosotros, le daba a la situación un clima muy especial.
Seguimos explorando un poco, buscando el camino que nos llevaría al Glaciar Albino, sabiendo que no podíamos ir hasta allí por la hora que era, sino simplemente para recorrerlo un poco, pero no lo ubicamos, y llegado un momento se hacía difícil encontrar camino alguno y terminábamos trepándonos a los árboles para abrirnos paso.
Claro, cuando todavía encontrábamos árboles que no hubieran sido devorados por el castor…
Llegaba la hora de volver, entonces, pero para eso queríamos ir por la otra margen de la laguna. No había sendero para eso, así que habría que atravesar troncos caídos, charcos de agua y turbales anegados, para lo cual los que no tenían calzado impermeable estuvieron algo complicados, pero igualmente lo lograron.
El broche final lo dio el arroyo que nace en la laguna, y en cuyo nacimiento forma como una especie de muy pequeñas cascadas que nosotros debíamos cruzar para volver. Un tronco, que a decir verdad se movía bastante, hacia parcialmente de puente, así que hubo que saltar de roca en roca pisando con cuidado, para finalmente subirse al tronco y terminar en tierra firme nuevamente, sanos y salvos.
Y ahora sí, merienda mediante, quedaban únicamente las dos horas de regreso hasta la ruta, que ya emprenderíamos con un cielo tremendo cielo despejado. Al llegar al auto, subimos a un muchacho que hacía dedo para ir a la ciudad. En la charla donde nos contaba cómo era vivir en Ushuaia, le comentamos el episodio del perro, al que él mismo pudo describir perfectamente, para nuestra sorpresa: Era el perro de un amigo suyo, que vive ahí junto al accedo de la laguna, y que siempre se escapa y sale de caminata con los turistas. Habíamos cerrado el círculo. Era el fin de la historia.