Hace un par de semanas atrás te dije que me iba para Ezeiza buscando llegar a nuevos destinos. Estaba lejos de ser una metáfora o una expresión de deseo; más bien marcaba una realidad por venir. Así es que, una vez más, el Ministro Pistarini dejó de actuar como mi segundo hogar para transformarse en la vía de salida del CM364, que como te muestro aquí, se posicionó en cabecera 11 y sin siquiera frenar un momento arrancó su carrera de despegue marcando el comienzo de un nuevo viaje.
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Para volar hasta Panamá desde Buenos Aires la única opción directa es el vuelo regular de Copa. Aún sin escalas, serán unas 7 horas y media que tendrás que pasar a bordo del pequeño Boing 737-800, algo incómodo para este tipo de vuelos desde el punto de vista del pasajero, y que sólo se hacen un poco más amenas por la excelente atención de la tripulación, el servicio de entretenimiento a bordo con pantallas individuales, y el horario del vuelo, en plena madrugada porteña, que te invita a dormir apenas alcanzada la altura de crucero.
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Igualmente, y a pesar de lo largo del viaje que puedas tener por delante, o de ser tu lugar habitual de trabajo, el aeropuerto siempre puede brindarte alguna satisfacción extra, como ser encontrarte en la fila de migraciones con un colega que hace tiempo no ves, y que viaja no sólo a tu mismo destino, sino también en tu mismo vuelo; o simplemente encontrarte con curiosidades como es el imponente B747 de Air China, que trajo al presidente oriental, estacionado justamente al lado del avión de Aerolíneas, en una más que representativa metáfora gráfica de los acuerdos que estaban firmando ambos países.
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Pero volvamos a lo que nos acomete, que no es la visita de Xi Jinping a la Argentina, sino nuestra llegada a Panamá, el itsmo que supiera ser por decisión propia parte de la Gran Colombia como forma de agrupar fuerzas contra el poderío español apenas declarada la independencia, y que luego supiera también separarse de ésta para pasar a ser una república autónoma. Como buen itsmo que es, Panamá está rodeado de agua y tiene mucho verde, como se puede apreciar desde el aire durante la aproximación del avión.
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La primer sensación que tenés en Panamá cuando bajas del avión es una trompada en la boca del estómago que te deja sin aire. No es que los panameños sean tipos agresivos; es el clima caribeño que te golpea duro con su calor húmedo y pegajoso, como en los peores días del verano porteño, pero todo el año. Allí mismo, sin haber hecho migraciones aún, te das cuenta que el aire acondicionado será tu mejor amigo, aunque también te puede llegar a arruinar la fiesta de tanto cambio brusco al entrar y salir al exterior.
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La segunda sensación es de haberte equivocado. Aún atontado por haberte despertado sobresaltado una vez más por la iluminación blanca del Boeing, y después de haber pasado la noche mal dormido en una butaca de avión, caminás por la manga y el aeropuerto siguiendo al malón sin saber bien hacia dónde vas. Y de repente te das cuenta que estás al lado de los pasajeros que aguardan sentados para embarcar su vuelo. «Me equivoqué, salí por una puerta que no era» es lo primero que pensas, y casi desesperás cuando imaginás lo que va a ser explicarle a la policía aeroportuaria qué hacés parado ahí donde no debías. Hasta que ves el cartel amarillo de «Migraciones» y «Reclamo de Equipajes» delante tuyo y comprendés que no, que por extraño que parezca, en este aeropuerto latinoamericano se mezclan los pasajeros que arriban con los que salen, en una zona restringida que más parece un shopping mall que otra cosa.
La tercer sensación es realmente difícil de explicar, pero casi te hace acordar a las escenas de las películas donde fichan al protagonista en la estación de policía. Es que el control de migraciones es exhaustivo, y además de la habitual revisión del pasaporte y las tomas de foto y huella del pulgar derecho que se estila en casi todos lados, en Panamá te toman también las huellas de los otros nueve dedos. Lo curioso es que con semejante proceso de control a la entrada, te imaginás que para volver vas a tener una demora infernal en el control migratorio antes de poder abordar el avión de regreso. Nada más alejado de la realidad, ya que no hay tal control a la salida. Apenas el personal de seguridad que chequea el boarding pass controla tu pasaporte antes de ingresar a la zona restringida: revisa que tengas el correspondiente sello de ingreso en tu pasaporte, marca un par de opciones en una especie de postnet, y listo.
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Finalmente, superado el control migratorio y de aduanas, llegás a la gran ciudad. Vista desde lejos, de Panamá destacan sus altos y modernos rascacielos, edificios vidriados que se alzan imponentes y te recuerdan a ciudades del estilo de New York. Por la noche, la iluminación convierte a este centro financiero en una postal aún más pintoresca cuando la ves desde lejos en una apreciación panorámica.
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La modernidad se destaca en varias piezas de arquitectura, que incluso se pueden apreciar durante el viaje desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad, como ser el edificio BBA con su forma de «sacacorchos invertido», que por su originalidad (por no llamarlo rareza) es una de las primeras cosas que te llaman la atención cuando salís a caminar por el centro financiero. Claro, viniendo de un argentino tenía que relacionarlo con el vino, pero a juzgar por el hecho de que en Panamá cometen el sacrilegio de servirte el vino tinto frío, estropeando absolutamente su sabor, me imagino que el arquitecto en realidad más que en un sacacorchos estaba pensando en una máquina perforadora de pozos petroleros, o algo por el estilo.
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Algo que se respira constantemente en Panamá es el crecimiento. Tanto que hasta diría que envicia el aire. No se si tiene que ver con que los dólares norteamericanos sean la moneda de uso corriente, pero se nota que la financiación aquí no falta. En un país que goza de pleno empleo y donde se hace difícil, y por lo tanto caro, conseguir mano de obra local calificada, su ciudad capital crece a un ritmo alocado y de forma casi descontrolada. Una autopista que pasa por el centro de la ciudad entre los edificios denota que no hay mucha planificación previa, dando la imagen de un parche vial grotesco. Los edificios se multiplican aquí y allá, cada vez más altos, como compitiendo por superar a sus predecesores y alzarse con el título del más alto e imponente, aunque saben que pronto dejarán de serlo, como le pasó al Plaza Paitilla Inn que cuando se inauguró en 1975 era el más alto de la ciudad, y que ahora quedó totalmente eclipsado, casi representando una parodia edilicia de los San Antonio Spurs: el «petiso» Tony Parker rodeado de Manu Ginóbili, Tim Duncan y amigos.
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Los signos de construcción están por todos lados. Edificios a medio terminar, calles y caminos cerrados o reducidos por refacción y mejoras son muestras tangibles del crecimiento que se viene dando en esta ciudad centroamericana a una velocidad vertiginosa. Valga como muestra autopistas y rascacielos que ya prácticamente están terminados, cuando hace algunos meses atrás no eran parte del paisaje urbano.
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Los que sí son parte de la cultura urbana panameña desde hace largos años son los Diablos Rojos, y mal que me pese, no estoy hablando de mi querido Independiente. Así se llaman a los micros que fueron el corazón del transporte urbano terrestre desde hace décadas. Importados desde Estados Unidos funcionaron en un principio como el típico transporte escolar de color naranja, pero se fueron transformando en el clásico y descontrolado sistema de buses panameño. Aunque están siendo reemplazados gradualmente por el Metrobus, los Diablos Rojos siguen recorriendo las calles de la capital llamando la atención de los peatones con sus bocinas estridentes y sus figuras y graffitis en colores vivos que reflejan la cultura popular panameña y, por sobre todo, los gustos de su dueño. Por la noche, a estas características se le suman las luces que los decoran cual arbolito de navidad. Todo lo pintoresco que tienen para el turista se diluye un poco cuando uno se entera de la gran cantidad de accidentes que protagonizaron estos micros por no respetar las normas de tránsito y correr picadas constantemente con pasajeros abordo y choferes alcoholizados; y que de algún modo incluso se los ha vinculado con el narcotráfico, como cuando en el 2006 se incautaron varios vehículos que en realidad eran un medio para el lavado de dinero.
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Ahora, no sólo estos micros antiguos se vuelven algo más bonitos al caer la noche. Toda la ciudad de Panamá se transforma cuando se prenden las luces de los edificios frente a la bahía convirtiéndose en un espectáculo aparte.
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La noche, además de las luces, trae un poco de alivio para el intenso calor, y se convierte entonces en el momento preferido para que los panameños salgan a la calle e invadan la Cinta Costera, recorriéndola ya sea al trote, en rollers o en bicicleta. Al costado de la misma hay incluso canchas de fútbol 5, básquet y voley donde los jóvenes aprovechan la brisa para practicar su deporte preferido a la luz de los potentes reflectores que transforman la noche en día.
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Claro que no es sólo deporte lo que la noche panameña te puede ofrecer. Panamá tiene movida nocturna, y mucha. Más de la que podés conocer en un viaje de trabajo de cinco días. Lo que sí te puedo asegurar, es que una de las referencias de la noche es el bar del piso 62 del Hard Rock, desde donde la vista de la ciudad es realmente espléndida, un espectáculo que si estás por aquellos pagos no te podés perder. Cuando vayas, no te olvides la cámara de fotos; por mi parte, esa fue la primera vez en mi vida que lamenté no haberla llevado a un bar.
De esta forma hicimos una pasada rápida por la ciudad latinoamericana de los modernos rascacielos vidriados. Sin embargo, Panamá no es sólo eso, sino que tiene también otras versiones interesantes de descubrir. Por eso te invito a explorarlas juntos en los próximos posts.
Nota del Autor: Este post fue publicado originalmente el 3/08/14